7 de agosto de 2013

Erase una vez un hombre que murió. Fin.


Tenía un gato de color azul. 
Él siempre decía que era de un gris especial, pero yo sabía que era de color azul. Azul marino por la noche y azul cielo por el día. Era un gato mágico, pero nunca maullaba. Nunca hasta aquel día. 

Recuerdo que siempre le preguntaba porqué no escribía sobre él. Al fin y al cabo era lo más importante que poseía, al menos lo más llamativo. Él solía cerrarme la puerta a milímetros de mi nariz y gritar algo que no entendía porque cuando lo gritaba ya estaba demasiado lejos. 

Solía sentarme en la rama más alta de aquel árbol que nació, creció y murió frente a su casa. Aunque él solo pudo contemplar como estaba. Como permanecía, sin ningún cambio aparente. Sin ninguna novedad. Sin nada que contar. 
Él solo supo contemplar como permanecía. 
Yo mientras tanto espantaba el vaho que revoloteaba frente a su ventana, las gotas de lluvia que pretendían ahogarse en el reflejo de esta. Yo mientras tanto, contemplaba. 

Aprendí de él, aunque él no supiera nada. Porque no sabía nada. 

Y cuando dormía, cada noche, me colaba en su refugio. Y ojeaba cada uno de sus folios en blanco, de sus textos tachados, de sus libros a medio leer. Demasiados libros a medio leer. ¿Cómo iba a esperar algo de alguien que no escribía sobre su gato azul y que leía tantos libros a la vez? 

Escribía mucho, pero leía más. Creaba y destruía. Nunca quiso ser feliz porque decía que la tristeza le daba inspiración, y sin ella no era nada. 
"Para un artista la felicidad es castigo." 
Y vivía. O creía vivir. 

Pasaba días encerrado, intentando no fijarse en mi presencia frente a su ventana sucia, o empañada. O las dos. 
Pasaba días dando portazos. Pasaba días prohibiendo maullar a su gato azul, tachando textos, quemando folios, empezando libros, bebiendo café y dejando de fumar. 
Pasaba días convenciéndose de que lo importante para ser artista era la perseverancia. 
Pasaba días siendo un artista. O creía. 

Y jamás abandonaba aquel empeño. Jamás dejaba de batir las alas y dar saltos torpes. Jamás dejaba de censurar al mundo para que el suyo pudiera salir adelante. 

Hasta que una noche de niebla y lluvia, de olor a café y de equilibrismos en aquel árbol, una noche de acabar libros y escribir hasta el final, un gato azul golpeó con su hocico una ventana empañada, se sentó en el alféizar y maulló. Maulló toda la noche. 

-Él ya murió. Murió hace mucho.