27 de mayo de 2013

La más bella carta de amor a Venus.






Eran tan fuertes las ganas de volar que nos rompimos las alas en el despegue. 
Éramos tan libres que nos importaba una mierda serlo.
Todo era tan fácil que todo parecía difícil. 

Podía ver su sonrisa, sus ojos grises, brillando a la vez, corriendo por aquel lugar prohibido.
Y fue inevitable. 

Como lluvia ácida, sentía que se me derretía dentro algo que no era el corazón. Sentí que resbalaba por mis pulmones y me oprimía el pecho. Sentí que escocía demasiado para ser algo bueno.
Sentí que me extinguía con ella. 
Sentí que me estrellaba en una de sus curvas, que perdía el compás de la danza de su cabello, que se me resbalarían los dedos si intentaba tocar algo tan suave. 

Como una bomba de relojería con el cable rojo ya cortado. 
Miró en mi dirección y me perdí. 
Me sonrió fijamente y me eché a llorar por dentro. 

Flotaba tan bien que no podía más que sentir una inmensa presión sobre mi. 

Tumbada en aquel lugar prohibido, cerrando las cortinas de seda que cubrían sus ojos. Enlazando sus dedos con los de una tristeza tan bella que no era posible mirarla durante más de dos instantes seguidos. 
Una pestaña y un deseo. 
Una vela y una carta perfumada. 
Crema solar y el trigo. Que se nos clavaban las espigas. 
Que te me clavabas. 

Batido de vainilla y uvas robadas. 

Sus pasos eran más que un baile y su existencia mucho más que un accidente. 
Cómo escocía su existencia. 
Cómo escocía su inexistencia.

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