7 de diciembre de 2011

Y no volví.


Sentí como se me ponía la piel de gallina al oir sus gritos. Gritos que arañaban el alma, que rompían todos los sueños. Gritos que habrían cambiado el mundo, o al menos eso parecía.
Parecía que aquel era el último día de mi vida, solo con marcharme, solo con darme la vuelta e ignorar a la única persona que me había importando siempre, de una manera tan cruel. Justo en aquel momento.
Pero estaba cansado, yo tampoco podía con el peso de su dolor. Y, por supuesto que me dolía dejarle algo tan pesado a ella sola, pero no era mi deber ser fuerte en aquel momento, era el suyo.
Por más que andaba la sentía justo a mi lado. Jamás había escuchado gritos tan desgarradores, y era por mi, solo me pedía que volviera. Y yo había salido huyendo, sabiendo que era imposible para ella seguirme en aquel momento, sabiendo que le había arrancado el alma de cuajo. Sabiendo que yo, la única persona en la que confiaba la dejaba sola.

Y no volví. Sabía que necesitaba morir en vida, para poder resucitar y ser la persona más fuerte del mundo. Y seguí escuchando sus gritos de rabia, de desesperación, de odio y de amor, de lucha, hasta que llegué lo suficientemente lejos como para sentir la falsa tranquilidad de la soledad. De la verdadera soledad. Esa que te da el abandonar a la persona para la cual eres único.

Esto es lo que me robó el silencio. Y no volviste.

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